Artista de vanguardia y autor cinematográfico, la figura del fundador de los estudios cinematográficos que llevan su nombre se agiganta en medio de la retrospectiva de su obra y los festejos por su centenario; la verdad detrás de varios mitos sobre su vida, su influencia y su legado
Es extraño pensar que Disney celebra cien años. Por un lado, la obra -que es también la empresa- de Walt parece ser puro hoy y puro mañana, de una sincronía envidiable con el público masivo. Por el otro, es como si siempre hubiera estado ahí. Mientras se prepara el estreno de Wish, el film que conmemora con un cuento de hadas original lo que la firma hizo con los cuentos de hadas tradicionales, es hora de hablar no de los logros técnicos o de los triunfos de la firma a lo largo de un siglo, sino del hombre, de Walter Elias Disney, nacido en Chicago en 1901 y muerto en Burbank en 1966 (y cremado, dicho sea de paso y por expreso pedido, dos días después de su fallecimiento). Que sí, fue un empresario audaz y el epítome del self-made-man. Pero, sobre todo -y esto es algo que se suele olvidar- un artista gigantesco y, algo aún más revulsivo de decir, un autor cinematográfico.
Para dar apenas una idea de lo que le dio al cine como técnica y negocio, citemos algunos de sus méritos: primer corto animado (primera película) que integraba en su puesta en escena la música (Steamboat Willie, 1928, primera aparición de Mickey Mouse); primer corto animado en Technicolor tricromático (Flores y árboles, 1932); primera película animada con sensación de profundidad gracias al invento de la cámara multiplano (El viejo molino, 1937); primer largometraje animado sonoro en Technicolor (Blancanieves y los siete enanos, 1937); primer largometraje con sistema de sonido estéreo (Fantasía, 1940); primer corto documental ganador de un Oscar (La isla de las focas, 1949); primer largo animado en pantalla panorámica (La dama y el vagabundo, 1955). Podríamos seguir, pero alcanza con esto.
Esa conjunción es lo que lleva a muchos a tratar de triviales sus creaciones. Es cierto que para todo lo anterior contó con enormes colaboradores, pero el control absoluto pasaba por él. Esos colaboradores eran dedos de sus manos, y si muchos dejaron la compañía por no encontrar en ella un medio de expresión propio, otros tantos crearon obra que incluso hoy asombra. No solo eso: es de un peso tan grande en la cultura contemporánea que es imposible pensarla sin Disney. Y tan férrea que sobrevivió como estilo y forma a la muerte de su creador casi sesenta años después.
Deshagamos mitos: Disney nació en Chicago, como se dijo. Hubo especulaciones de todo tipo respecto de su nacimiento, pero no hay dudas: la madre lo ayudó a falsificar su partida de nacimiento cuando, en 1918 (antes de tener la edad adecuada) se enroló para marchar al frente europeo en la Primera Guerra Mundial. Allí, además de conducir ambulancias, dibujó caricaturas para los soldados: al volver, se dedicó primero al gag humorístico en periódicos y, luego, a viñetas animadas para los cines de su ciudad, los Laugh-O-Grams, que eran dibujos sencillos y satíricos, sobre todo de la realidad política (puede verse en YouTube uno sobre una huelga de policías en Chicago). Eso llevó a que, con su hermano Roy (el verdadero cerebro comercial) creara la Walt Disney Co. Que fue la cuna de todo el cartoon clásico: sus socios fueron Ub Iwerks -creador verdadero de Mickey, de los grandes trucos animados, de la cámara multiplano y consultor técnico para Hitchcock en Los pájaros-, Friz Freleng -papá de Sam Bigotes, de Porky y, en los 70, de la gloriosa Pantera Rosa-, y el dúo Hugh Harman-Rudolph Ising, que crearían las Merrie Melodies y, luego, el departamento de animación de la MGM, donde nacieron Tom y Jerry, Droopy y las mayores locuras del anarquista Tex Avery. Sin esa Disney primigenia, es probable que estos talentos se hubieran disuelto y el cartoon no hubiera alcanzado la gloria. “Walt inventó todo”, solía decir su amigo y rival Chuck Jones -padre, a su vez, de El Correcaminos y Pepé-Le-Pew.
Pero estaba convencido de que el corto animado, en algún momento, dejaría de ser negocio. También de que el futuro del medio era el largo animado. La leyenda -corroborada por su colaborador y amigo Ward Kimball- cuenta que llamó a medianoche a todo su staff y les actuó con la voz de cada personaje su idea de Blancanieves. Originalmente, Disney la pensó como algo fácil de realizar: en vez de hacer ocho cortos diferentes de las Silly Symphonies (su serie sin personajes y musical, paralela a Mickey, que era la que le daba dinero), los haría alrededor de un solo personaje. Se dio cuenta de dos cosas: la primera, que si cada secuencia la hacía un artista diferente, no había unidad de estilo. La segunda, que la manera de que un largo animado fuera tolerable para el espectador era copiando el lenguaje del Hollywood de acción en vivo, con fuera de campo, hiperrealismo gráfico, planos en escorzo que dieran la sensación de un mundo mucho más amplio y movimientos fluidos y naturales. Se necesitaba una mano férrea que diera unidad al conjunto. Así, todo se volvió transversal: un dibujante para Blancanieves, uno para los Enanos, uno para la Reina, uno para los fondos. Todo controlado por Disney, que tenía, como Orson Welles o Alfred Hitchcock, la decisión final sobre cada plano y cada secuencia. Ese método es el del autor. Hay una gran anécdota: Kimball pasó meses resolviendo una bella secuencia cómica con los enanos. Cuando Walt la vio, lo felicitó por el resultado, pero le dijo “No la vamos a incluir: detiene la historia”. Disney creó una escuela, metafórica y literalmente. Para Bambi, construyó un zoológico dentro de sus estudios en Burbank para que sus artistas volvieran a aprender el dibujo del natural. Y no, Disney no se inspiró en el bosque de arrayanes de Bariloche, que visitó en 1942. La producción de Bambi empezó en 1936 y los fondos estuvieron terminados, todos, alrededor de 1940, mucho antes de su arribo a la Argentina.
El control del estilo realista fue central para que la fantasía tuviera peso. En ese sentido, Disney comprendió algo que luego declararían los críticos de Cahiers du Cinéma: el cine es el arte que se hace con la realidad. Entonces, ¿cómo hacer cine animado, por definición artificial? Pues siendo lo más realista posible en el diseño, generando la sensación en el espectador de que no está viendo un dibujo. Así, lo maravilloso multiplicaba el asombro. Disney encontró la manera en el que un público acostumbrado a la materia mecánica del siglo XX volviera a conectar con lo imaginario. Paradójicamente, multiplicando la tecnología para hacer películas.
La figura pública de Disney siempre es sonriente, optimista, vivaz como Mickey, su álter ego y al que le prestó su voz durante un par de décadas -aunque el gran éxito en cortos animados de la firma fue siempre Donald, más desgraciado, más pesimista, mucho más humano. Pero, como se cuenta en su biografía Walt Disney: The Triumph of the American Imagination, de Neal Garber (título justísimo, de paso), nada le cansaba más a Disney que ser Disney. En la vida privada era reservado, con brotes de hiperactividad -en general nocturna- e ideas que otros podían considerar disparatadas, como los parques o su propio programa de TV cuando había pocos aparatos (el éxito de Disneyland, el programa, multiplicó en los EE.UU. la venta de televisores). Siempre sintió, de paso, dolores físicos como secuela de un accidente increíble: en los años treinta, se dedicó a jugar al polo para descargar el estrés de su trabajo constante. El deporte se había hecho moda en Hollywood y Walt competía de manera amateur y constante. Hasta que jugó un partido de exhibición con la selección argentina de polo. Recibió un bochazo accidental en el pecho y se retiró de la competición, aunque el dolor siempre lo acompañó. Sin embargo, no lo hacía notar en su vida pública.